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Un hombre tarda dos o tres años; una mujer, seis o siete... si es que llegan

La mayor parte de los migrantes de África se ven obligados a buscar no un mundo mejor sino simplemente un mundo para cambiarlo por el infierno.

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La imagen más repetida es la de las pateras que llegan a las costas españolas o de los países mediterráneos con el buen tiempo y desembarcan en las playas, a veces a tiro de las cámaras de los teléfonos móviles de los bañistas.

O la de las lanchas de Salvamento Marítimo, los que más migrantes rescatan y las posteriores mantas representativas de la Cruz Roja.

Su llegada sirve para alimentar los miedos a perder el trabajo, a perder la tranquilidad y ahora con una pandemia como la Covid-19, a perder la salud.


Todo es posible con esta “invasión”, que dicen los más exaltados azuzados por los grupos de la ultraderecha, esa que se opone a permisos para todos del otro extremo de la ultraizquierda.

Es verdad que los migrantes son un problema en todo el continente y especialmente los países cercanos a África. Un problema generalmente mal gestionado por esos países y por las autoridades más cercanas. Y eso es lo que produce el miedo.

El problema, sin embargo, no está en la Europa civilizada o si está, no es el mismo problema que tampoco terminan cuando son rescatados en alta mar o cuando llegan a una playa vacía o llena de bañistas.

El problema es que la mayoría de los migrantes africanos salen de sus pueblos y ciudades no a buscar un futuro mejor, sino simplemente a buscar un futuro. La inmensa mayoría de las veces son expulsados de su propia tierra por las luchas tribales, por las religiosas, por la miseria. No se vienen. Los echan.

Hasta los países subsaharianos llega la publicidad de un mundo mejor, generalmente descontextualizada y casi siempre intencionada. Es la propaganda de las mafias para procurar migrantes que luego serán esclavos de su aventura.

 

El efecto llamada

José Manuel Colón lo compara con aquellos años en los que los españoles se iban a Alemania y volvían en verano en un coche marca Mercedes -el no va más de entonces y hasta de ahora- y pagaban todas las convidadas en las reuniones con los amigos.

“A nadie le gusta decir que ha fracasado”, una actitud del ser humano que las redes sociales han magnificado. Todos son felices. “Cuéntale al mundo tu dicha y no le cuentes tus penas, porque es mejor que te envidien, que no te compadezcan”, dice una letra de Pedro Peña.

El Mercedes, obviamente, era alquilado y en Alemania el españolito que volvía en triunfo a su pueblo quince días en verano trabajaba en todo lo que los alemanes no querían trabajar. ¿Les suena lo de los jornaleros africanos de la fresa en Huelva o del campo en Cataluña? Mucha cosecha se ha quedado sin recoger porque los jornaleros negros no podían trabajar por la Covid-19 y los de aquí ya no están para esos trabajos.

Los propios migrantes cuando llegan a suelo europeo lo primero que se hacen es una foto para demostrar que lo han conseguido. Es más, para demostrar que es posible llegar al paraíso soñado. Y luego mandarán otra con buena ropa que en la foto no se notará que no es calidad y en todos los casos, mejor que la de sus destinatarios. Ellos también son el efecto llamada, como el español del Mercedes en vacaciones.

Un hombre tarda unos dos años en atravesar África para llegar a Europa. Una mujer, seis o siete porque es convertida en esclava sexual, vendida y revendida hasta que consigue avanzar hasta la frontera. Una mujer con un niño lleva la cadena puesta desde que sale o desde que tiene el niño porque la vida del pequeño valdrá más que la suya para ella.

Las mafias cobran en cada frontera y escarmientan a los que no pagan sacrificando a algunos. Un machatazo y enterrarlo vivo, por ejemplo. Los migrantes llamarán a sus familias para que les manden el dinero que no tienen y sus familias se endeudarán de por vida para darle la oportunidad siquiera a uno de sus hijos.

Llegarán al Mediterráneo y creerán que ya han llegado al final, pero no es cierto. Cruzarán las aguas y llegarán a Europa y creerán que ya han llegado, pero no es cierto. Ahora, si no los deportan, sobrevivirán guardándose las espaldas, esperando unos papeles que quizá nunca lleguen.

Lo que José Manuel Colón cuenta en su documental El Camino, con el que completa su trilogía sobre África, es lo que hay antes de esas imágenes de Salvamento Marítimo, de buques de ONG o de la Armada española y de otros países, con los migrantes con mantas rojas.

El Camino llega hasta ahí. Del resto, pregunten a ellos y que cuenten su día a día. A los que llegaron, claro. 

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