Es uno de los acontecimientos del verano y uno de los que no se suspenden desde sus inicios. La noche del cante en el Parque Almirante Laulhé, el Parque de los Patos, al que le ha faltado este año el contrapeso de la noche del baile.
Es otro éxito de La Isla Ciudad Flamenca y de Flamenco de la Isla, o lo que es lo mismo, de Chico Javier Fernández y la Asociación La Fragua. Eso sin, sin olvidar a los que salen en las letras pequeñas y rápidas del final de las películas, en este caso el mimado sonido de Collin Preston.
Este sábado por la noche comenzó casi en hora y decir casi en el flamenco es decir mucho. Pasadas las diez de la noche subía al escenario Santiago Muñoz, el maestro de ceremonias del festival de cante, para anunciar a un cantaor que generalmente está en la segunda línea, pero que demostró los mimbres de los que está hecho cantando por alegrías, malagueña y fandangos y acordándose de dónde viene al terminar por bulerÍas.
Raúl Beneyto, con la guitarra de Juan Manuel Fernández y la percusión de Álvaro Lamela abrió una noche que ya se prometía buena con un aforo casi al total de lo que cabe en el Parque y que dicho sea de paso, no se movió de sus asientos en toda la noche. O mejor dicho, hasta la 1.30 horas de la madrugada que se despidió Rancapino Chico.
Aquí es donde hay que hacer un inciso para reconocer el comportamiento del público y que reconocieron desde el escenario los propios cantaores. Un silencio maestrante en los cantes para rematarlos con aplausos atronadores al terminar cada cante. Allí se estaba cumpliendo el verso de Antonio Murciano sobre el buen aficionado, el que sabe escuchar. Hasta los niños se callaban en esa noche tan especial.
Cañejo de Barbate es un joven cantaor que llama la atención desde los primeros minutos. Es el eslabón perdido entre al cante payo, largo y sin recortes, de notas blancas, con canciones aflamencadas y hasta recitados de historias tristes, cante de fuerza y de letras que llegan al alma, y el cante gitano -o el cante gitano-andaluz que decía Antonio Mairena-, de recortes y voz quebrada, de compases imposibles y hondo, sobre todo hondo.
Cañejo une los dos mundos. Con una voz portentosa que a poco que cambia de un registro a otro parece que se va a romper, demostró que es un ente raro y valioso en este mundo flamenco de ahora tan uniformado y a veces aburrido que toca vivir.
Con la guitarra de Adriano Lozano y la percusión de Kiko Soba empezó cantando por alegrías inalcanzables para hacer un cuplé por bulerías, la composición
Noche de Reyes, de Pepe Pinto, de las de llorar y terminar por bulerías, reconociendo ese silencio del público del que hablábamos antes y que al final lo despedía con una ovación de gala.
Antonio Aparicio Niño del Parque, uno de los cantaores más sólidos que ha dado La Isla, no subió al escenario en su mejor momento y lo evidenció, aunque bien cuidado por Adriano Lozano. Pero su cante llega porque no es de hojana y como él mismo dijo, los años son los años. Deseando verlo de nuevo en buenas condiciones. No obstante, ahí quedaron los tientos y tangos, los fandangos y las bulerías y el apoyo del público de San Fernando.
Finalmente, ya pasadas con creces las doce de la noche, subía al escenario Alonso Núñez Rancapino Chico con la guitarra de Antonio Higuero y las palmas de Luis el Pijote y Cantarote. Venía del norte, de Pamplona y de triunfar porque es lo que viene haciendo desde hace unos años, despacito pero firme.
Cantó por soleá y el Parque se acordó de su padre Rancapino. Pero el hijo es más musical, más elaborado y eso que el arriba firmante no dura en hincar la rodilla ante el patriarca chiclanero. Hila los versos con hilos de seda y la voz nasal que tiene y el eco flamenco envuelve aún más los sonidos convirtiendo cada cante en un conjunto único y redondo.
Por alegrías se le nota más esa condición de bendito que sólo tienen algunos y hasta la canción tangos
Rosa María suena distinta en su voz, haciéndola suya, que ya es casi un milagro que sólo está al alcance de los elegidos.
Sabe a la perfección dónde están los mecanismos del fandango, dónde acentuar el cante, ralentizarlo como una verónica de Curro Romero y por bulerías, con las que despidió la noche, transportó al respetable a otros muchos de hace unos cincuenta años o más, cuando en los festivales flamencos de toda Andalucía y Badajoz se escuchaban las voces distintas de los cantaores gaditanos.
Rancapino Chico hizo un recorrido por el estilo de Panseco, Juanito Villar, Turronero… del mundo de Paco Cepero, en suma, llevando sus cantes a su terreno. Y sobre todo, aprovechando a un público entregado, respetuoso y de buen escuchar para plantarse sobre el escenario y mandar parar la respiración hasta que él respirara.
No hubo más, pero con lo que hubo fue bastante. Bueno sería que no se confundan esas nuevas figuras que van saliendo y levantando la cabeza poco a poco. El cante es constancia, trabajo, aprendizaje y humildad. De que ellos recojan el guante depende que lleguen a buen puerto.