La zona de interés arranca con una escena eminentemente bucólica en la que aparecen varias familias disfrutando de un día de descanso y baño en un río. Es un interesante punto de partida, porque su director,
Jonathan Glazer, ya establece cuál va a ser su punto de vista: limitarse a darnos pistas para que el espectador comience a construir por sí mismo la historia y a juzgar a los personajes principales, porque de eso se trata, de juzgar, de entender el momento y, por qué no, el mundo en el que vivimos.
Un punto de vista que nos sitúa igualmente del lado de una de esas familias, que vive en una casa de dos plantas, con jardín y piscina, que colinda a su vez con unos muros de cemento y alambrada que se corresponden con el recinto del
campo de concentración de Auschwitz. Mientras, de fondo, como una banda sonora omnipresente, los gritos, los disparos y los ruidos de las cámaras crematorias; en ocasiones, el humo de los hornos y hasta el de la locomotora que llega con nuevos prisioneros.
Es otro de los brillantes ejercicios estilísticos de la película: la confrontación entre dos realidades, la de la cotidianidad de esa familia frente al horror que se esconde al otro lado del muro, la indiferencia como armadura del propio bienestar, frente al criminal ejercicio del
holocausto judío.
Adaptación muy libre de la aplaudida novela de
Martin Amis, La zona de interés es tan incómodo como reiterativa, ya que a la media hora de película ya tenemos claro qué es lo que nos quiere contar, pero, del mismo modo, funciona de manera muy efectiva a través del subtexto de la propia historia, o ¿acaso la visión idílica que tiene de su vida y de su casa la mujer del comandante nazi no puede equipararse a la de otras vidas idílicas en las que se antepone el bienestar y el lujo personal a los medios empleados para conseguirla y mantenerla, sin importar el ejercicio de la moral o de la ética?
Glazer parece consciente de esa deriva argumental a la que se ve sometida su narración e introduce algunos elementos dramáticos apreciables, como las secuencias nocturnas rodadas con cámaras térmicas, la fugaz presencia de la madre de la protagonista, tan insolente en su alusión a los judíos, como determinante en su papel de testigo, o el salto temporal final, pero no llega al extremo de sacudir al público como sí hacia
El hijo de Saúl, a partir de otro brillante ejercicio de estilo para subrayar el horror y la indecencia.