Estamos abocados a unas elecciones, las europeas, que -al menos en teoría- deberían ser más sosegadas que las generales del pasado año, aunque vienen precedidas de una agria campaña. Eso es así, porque se han convertido en un test sobre el estado de salud de los dos grandes partidos que dominan la escena política, el socialista y el popular. El primero pretende un refrendo de su pasada victoria, estrecha pero suficiente, y el segundo ansía una rectificación, apoyándose para ello en una situación económica en general desfavorable, pero particularmente dramática para nuestro país; se comprende que, en tales condiciones, un mal resultado sería poco menos que una sentencia de muerte política para los actuales dirigentes del PP. Por eso, no hay duda de que este partido tiene más que perder.
Uno, quizá concierta candidez, esperaba que ambos partidos (y el resto del arco parlamentario) dedicaran sus esfuerzos a explicar al ciudadano que el futuro de España es indefectiblemente supranacional, europeo, y que el desafío estriba en hacer valer nuestros intereses en la UE. Cabría pensar que se haría un minucioso examen sobre el comportamiento que el gobierno de cada partido ha ofrecido en el pasado en relación con esa comunidad de naciones; en mi opinión, la gestión de la etapa de Aznar, con el cumplimiento puntual de las exigencias de Masstricht y las duras pero fructíferas negociaciones en defensa del papel de nuestro país, ha superado la labor de los socialistas. En todo caso, asistimos con cierta extrañeza a una lucha sin cuartel en la que predomina el conflicto localista. De entrada, el PSOE ha divulgado unos vídeos inaceptables desde cualquier punto de vista, quizá pensando en el dicho "calumnia, que algo queda". Su líder López Aguilar se ha desmadrado acusando al contrincante de cavernícola y exhumando (¡una vez más!) los pecados de la guerra de Irak, 11-M y Yak-42. No han faltado las alusiones al caso Gürtel. Por su parte, los populares han atacado con la gripe mexicana, la corrupción en Lorca o Arrecife de Lanzarote, el presunto nepotismo de Chaves, el uso del Falcon por el Presidente del Gobierno, etc. No deberían extrañar los frutos de esta campaña. La ciudadanía no ha sido ilustrada adecuadamente sobre nuestra condición de europeos y los derechos y deberes que ello nos impone.
En lo que sí me muestro de acuerdo es en la alusión de Rajoy al Código de Buen Gobierno. Un código aplicable a todo funcionario público y, con mayor fuerza, a los gobernantes de nivel estatal, autonómico y local en el ejercicio del poder. Incluye estos requisitos: objetividad, integridad, neutralidad, credibilidad, imparcialidad, confidencialidad, dedicación, transparencia, ejemplaridad, austeridad, eficacia, honradez, promoción medioambiental e igualdad de trato para hombres y mujeres. ¿Cumplen todas estas cualidades nuestros políticos? Me temo que no. Y, así, la democracia se resiente.