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España

33-28, la lluvia le ganó la partida de penitencia

Más de la mitad de las hermandades se vieron obligadas a suspender la estación de penitencia a la Catedral

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  • Sillas vacias por la lluvia -
Eran las doce en punto del Domingo de Ramos cuando comenzaba la contienda. En el Porvenir, un equipo de blanco saltaba al campo de la Victoria, con el ánimo de la afición expresado en aplausos y en petaladas. Había ganas. Los partes catastróficos se habían encargado de calentar el ambiente con isobaras y porcentajes que arruinaban las ilusiones. Más de uno dejó la tediosa tarea de planchar la túnica para el último momento. Total, ¿para qué el esfuerzo?

La penitencia jugaba en casa en una primera jornada cofradiera que estuvo alumbrada por el sol. El primer envite salió bien. Paso al frente, formación de ataque y bien cerrada la defensa para que nada pudiera estropear el pleno de cofradías en la calle con el que concluyó el primer tiempo, marcado por la madrugada del Lunes Santo. Un solo de corneta de ‘Silencio Blanco’ anunciaba en San Juan de la Palma que había que marcharse al vestuario, mirando al cielo, pero con un parcial alentador en el marcador: ocho cruces de guía en la Catedral y una de ellas, la del Amor, por dos veces, frente al casillero de las lluvias que aún no se anotaba la renuncia de ni una hermandad a realizar el más destacado de sus cultos.

Incertidumbres
Pero las nubes que ponían el cerco a la luna de Parasceve que iluminaba la calle Feria al final del Domingo de Ramos debieron levantar el ánimo del equipo que nunca es bienvenido en primavera, que saltó al terreno de juego de San Pablo con la furia triste de los días grises. Congeló los ánimos y las sombras a las puertas del túnel de vestuarios del que se disponía a salir con fuerza el segundo día de la Semana Santa, con el Cautivo capitaneando a todo un barrio. La zancadilla llegó antes del mediodía, y cayó como la lluvia que no terminó cayendo en los vecinos de la Virgen del Rosario, que no vieron otras gotas que las de su propia tristeza. Otras ocho valientes salieron a defender el Lunes Santo hasta quedar derrengadas por el temor y las prisas a quela misma tristeza gris y húmeda que dejó encerrado al Cautivo terminara por arruinar la jornada. Sólo fueron gotas.

Lo peor que podía ocurrir, ocurrió a la mañana siguiente. El día no terminaba de abrir a pesar de que las plegarias abrían huecos en la densidad oscura de las nubes, y en la atmósfera flotaba una rancia mezcla de ilusiones y realidades agoreras que no podía llevar a otra cosa que a la indecisión que terminó por ganar la partida del Martes Santo, con todas las insignias devueltas a sus altares sin pisar la gloria del magno templo metropolitano. La borrasca se anotaba nueve puntos decisivos, cerrando de un portazo las hojas monumentales de todas las parroquias que anhelaban echar a la calle coloridos cuerpos de nazarenos, del Cerro a San Nicolás, y con el dramatismo de San Lorenzo y de la calle ancha de la Feria como escenarios del regodeo de una situación anunciada, y que no quisieron creer los cofrades que aplaudían las decisiones de sus oficiales. No se veía la lluvia a través de los antifaces del Dulce Nombre y de Los Javieres, y era la lluvia precisamente, la que no dejaba ver un horizonte de inmediata penitencia.

Esperanzas
Puede que fuera la rabia que inyecta moral y fuerza a los músculos del alma la que disipara las nubes de la mañana del Miércoles, en el que la Fe volvió a llevarse la mano en dura pugna con la tormenta que amenazaba. El sol saludó la sed de triunfo de los barrios, y el Cerro, San Pablo y La Calzada fueron vengados por Nervión y por San Bernardo, que echaron a la calle las oraciones escapadas de la ciudad intramuros. Corrió un cortejo blanco la banda de una avenida inóspita pero con hospital, y armó el día su ataque en escuadra de artillería para derribar los muros grises del temporal, y plantarse al resguardo de otros que encierran su misma historia.
Las gotas gordas, frías y amargas del esfuerzo de toda una jornada intentando derribar largos tramos de nazarenos cayeron por la frente de una madrugada santa, cuando una hermandad panadera burlaba los pronósticos, cerrando tras de la Virgen de Regla las puertas de una catedral que ya no volverían a abrirse a la penitencia hasta llegada la gloria de la Resurrección.

También se cerraban las puertas de los días santos cuando se echaba el cerrojo de la recoleta capilla de la calle Orfila. Y a partir de ese instante, que dolió como un golpe de conciencia, se acabó la Semana Santa. El tanteo no podía ser más demoledor, en cada uno de los envites que quedaban a la partida. Jueves Santo: 7-0. Madrugada: 6-0. Viernes Santo: 7-0. Sábado Santo: 5-0. Cada hermano mayor aupado a un púlpito era la imagen de un mal presagio. Alguno hubo que aprovechó la posición para arengar a sus hermanos... pero no fue más que para lanzar un último estertor de lucha contra la evidencia helada que tendía un espejo gris sobre el terreno de juego.
Miles de nazarenos que no lo fueron, centenares de cuellos que no se abrieron con oraciones susurradas a la trabajadera, y decenas de labios que no se partieron en la violenta lucha del metal y el viento nacido en sus pulmones, dejó como saldo la batalla. Todos habían perdido la cuenta, pero el repaso a los días, a las cruces marcadas en un programa de mano, revelaba la evidencia: 33-28. Goleada de la primavera en una Semana Santa para olvidar.


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