Tras el exitoso estreno de
JOKER (Todd Phillips, 2019), y desde un posicionamiento crítico en el que intenté ignorar el abrumador ruido de fondo que rodeó entonces a la popularísima película, realicé la siguiente reflexión: La película de Todd Phillips estaba tan alejada de ofrecer un asidero moral al espectador, que acababa funcionando a la perfección como una bomba de relojería para cualquiera que intentase profundizar en ella. En su momento me preguntaba si realmente era una película tan inofensiva como dejaban ver sus inseguridades narrativas, o si se trataba de un artilugio realmente peligroso. No se me ocurría mejor concepción para una película que intentaba dar un origen plausible al Joker, partiendo además desde un punto de vista marcadamente realista y dramático, hasta que ha llegado su inesperada pero inevitable secuela:
JOKER: FOLIE À DEUX (2024).
Todd Phillips tenía un problema entre manos a la hora de abordar la secuela de su película. A nivel político y sociológico, muchos observaron en la historia del
Joker de Joaquin Phoenix una oportunidad de reivindicación de la cultura incel. Si
JOKER trataba sobre cómo la falta de empatía de una sociedad insalvable había arrasado la personalidad de Arthur Fleck, un hombre enfermo y roto, para dar lugar a la ensoñación violenta y amoral que es el
Joker, esta secuela apuesta por emitir el posterior juicio que la sociedad ejerce sobre esta peligrosa figura, ahora encarcelada en el manicomio Arkham, y lo hace de la manera más inesperada y suicida que una secuela haya acometido jamás en la continuación de una historia.
JOKER: FOLIE À DEUX, por si no te has enterado todavía, es un musical.
Poniendo desde el principio las cartas sobre la mesa, la película arranca con un corto animado al estilo de los Looney Tunes de Warner, un prólogo que resume el final de la primera película, y en el que vemos a Arthur Fleck, luchando contra su sombra, el
Joker. Se introduce entonces una de las ideas que pretenden justificar desde un punto de vista moral, y sobre todo judicial, las acciones violentas de nuestro protagonista: sus traumas infantiles, que devinieron en enfermedad mental, produjeron en Arthur una disociación, una ruptura en su mente para protegerlo de una realidad que solo le lastimaba. De ahí surge la figura del
Joker. Pero esta disociación, que de manera sugerente Todd Phillips reafirma con los escapes de realidad que suponen los números musicales de la película, también ha sido alimentada por una parte de la sociedad que ha enaltecido y mitificado al
Joker como un líder anárquico contra la injusticia social. La película, y aquí creo está su principal novedad, también los juzgará a ellos.
A nivel formal, la película es exquisita. Los tonos apagados, verdosos, azules o marrones de su fotografía, en conjunción con la claustrofóbica y dramática manera que tiene Todd Phillips de enmarcar la cruda realidad en la que habita Arthur, contrastan con los breves estallidos de color y movimiento que se dan durante los números musicales, en los que nuestro protagonista consigue evadirse de la pesadilla en la que habita para gritar al mundo que ha conocido al flagrante amor de su vida: Lee Quinzel (Lady Gaga), o como comúnmente la conocemos: Harley Quinn. La película consigue pues un inesperado equilibrio entre géneros: el musical, que vertebra la parte de la narración referente a los sentimientos y la abstracción; el drama carcelario, en el que aflora una violencia desmedida; y el cine judicial, que posee la mayor carga política y moral de la película. Durante este juicio asistiremos a la deconstrucción del
Joker como proyección anárquica de una sociedad abandonada a la violencia, y también como la última y desesperada oportunidad de un hombre melancólico de conocer el amor.