Hace escasas semanas, el calendario se desprendía de su última página. Arrancaba septiembre, y las obligaciones volvían recargadas de repetidos propósitos. Algunos pensaron que, esta vez sí, había llegado una nueva oportunidad para la dieta; otros celebraban la llegada de la motivación necesaria para hacer deporte; los terceros, tras reflexionar inspiradamente sobre su incomparable caos pretérito, han concluido que la mejora pasa por detener los malos hábitos del último curso; otros, además, pintaron la casa; los últimos, han considerado que es el momento de equilibrar la mente a través del yoga.
La caída de los últimos rayos de sol de agosto, como ven, ha rasgado en nuestro espíritu cicatrices de un mundo mejor, al menos, a pequeña escala. Y en el recuerdo de los días transcurridos en el fragor del chiringuito y la piscina, un hálito de pesadumbre se ha hecho presente entre los mortales. El regreso ha sido una debacle inevitable, y no está siendo fácil recuperar el ritmo de la rutina que tanto bien nos hace, de niños a mayores.
A los colegios han regresado las cantinelas de cada septiembre. Los profesores de Primaria han vuelto a escuchar el rito de cada año: "qué mérito tenéis los maestros; se me ha hecho eterno este verano; no sé cómo podéis…" Por su parte, los adolescentes, cuyos padres aceptan o celebran el irremisible paso del tiempo, cerraban la puerta de casa mientras se escuchaba al otro lado del tapiz: "a ver si te centran, que yo ya no puedo contigo”.
Todo ha vuelto a comenzar, y, por si fuera poco, todo ha de volver a cuadrar, un curso más, con la precisión quirúrgica de un paso de palio por la calle Almenas: majestuoso, inolvidable, costoso... Las academias de idiomas han vuelto a extender su alfombra roja a la nueva clientela; las autoescuelas reparten su publicidad con ahínco para matricular a todo el barrio en sus centros; las catequesis también se adaptan al nuevo curso, aunque fácil no se lo pongan los parroquianos: si un niño viene sin bautizar, al otro no le cuadra ningún día.
En definitiva, se ha consumado el sino de cada curso: nada más, nada menos. El desarrollismo nos obliga a pisar hasta el fondo, con las revoluciones sobrepasadas, y así vamos, que ni llegamos ni llegaremos a este nuevo mundo. Mientras tanto, seguiremos soñando propósitos que dejaremos insatisfechos y esperaremos la siguiente oportunidad de renacer. Y todo eso, sabiendo que habría sido mejor volver a grapar en el calendario el último mes que perdimos.