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Almas del Barbate Viejo: Roberto Arlt durante su estancia en la localidad en el año 1935

A las tres y media de una húmeda noche de abril de 1935, un hombre aporrea el portalón de la cuadra en la que duerme Roberto Arlt en Barbate...

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  • Mujeres ante un fogón en el Zapal en el año 1935. -
  • Cuando llega a Barbate, se encuentra una aldea con apenas seis mil habitantes, donde las mujeres “cocinan la cena en calderos al frente de sus casas"
  • Se izan las redes, mientras Arlt, cada vez más fatigado, pulsa con dificultad el disparador de su Kodak
  • El autor argentino se siente obligado a moverse entre la escena costumbrista y el ambiente sórdido que ocultan los trabajos del mar

A las tres y media de una húmeda noche de abril de 1935, un hombre aporrea el portalón de la cuadra en la que duerme Roberto Arlt en Barbate. El escritor apenas si oye los golpes en la lejanía de un sueño. Antes de irse a la cama, ha cometido el imperdonable error de dejarse invitar a vino, anís y cerveza en el casino, situado frente al bar de Revuelta, donde comparte recuerdos de su Buenos Aires natal con la crema de las familias barbateñas más pudientes.

Luego me tiro en el empaletado de la proa, al sol, y duermo despierto, escuchando las voces de los hombres, el graznar de las gaviotas; pero sin fuerzas ni para abrir los ojos

Como si de un capítulo de la Isla del Tesoro se tratara, Arlt ha visitado ya una de las múltiples tascas del pueblo interesándose por un patrón que estuviese dispuesto a embarcarlo en una trainera, ante el asombro de hombres de gorra y barba espesa, casi todos descalzos, extrañados al escuchar que el escritor solo  desea ser espectador de unas faenas insignificantes para la mayoría. Él insiste, está decidido a documentar una jornada de pesca, es el propósito que le ha traído hasta Barbate después de desembarcar en Cádiz con su máquina de escribir, su tabaco rubio, su cámara Kodak y una pistola automática que nunca abandona, quizá porque piensa que la lejana España no es menos insegura que algunos de los barrios porteños que tanto conoce y retrata en sus conocidas “aguafuertes”.

Roberto Arlt en Barbate.

Nadie ha oído hablar de él. A la altura de 1935, con la edad del siglo, Roberto Arlt está aún muy lejos de ser aclamado como uno de los grandes autores argentinos del siglo XX, el aquilatado escritor al que Julio Cortázar considerará su maestro, y Sábato, Onetti y, sobre todo, Ricardo Piglia van casi a venerar.  Como en su día otros autores, García Márquez por ejemplo, se gana en ese momento la vida en un periódico, el diario bonaerense El Mundo, que lo embarca en un transatlántico aquel mismo año rumbo a Europa con el objetivo de redactar una serie de crónicas sobre España y Marruecos: Cádiz, Sevilla, Granada, Tánger, Tetuán..., son algunas de las ciudades que piensa visitar.

Una pequeña aldea

Pero también piensa en lugares más modestos. Cuando llega a Barbate, se encuentra una aldea con apenas seis mil habitantes, donde las mujeres "cocinan la cena en calderos puestos al frente de sus casas, en lo que con un poco de magnífica voluntad se podría denominar vía pública”. Sin duda, se sorprende ante la vitalidad de aquella aldea, gracias a la disposición al trabajo y los negocios de su gente. Y también ante la miseria que la inunda. "El trabajo de mar es pesado e intenso", los pescadores, escribe, "visten pobrísimamente y no todos calzan botines. Son raros los patrones de barca que gastan botas de caucho. La mayor parte andan descalzos a bordo. La costumbre les reviste la planta del pie de una callosidad semejante a una suela de cuero rosado…”.

Aquella madrugada de abril, en la cuadra de la fonda de doña Frasquita, “gloria de las posaderas infernales”, después de sumergir la cabeza en una palangana de agua para sacudirse el amodorramiento, se va hasta la taberna de la víspera, “taberna complicada de café”, y consigue llegar a un trato con un patrón de pesca, “hombre barbudo..., de pocas palabras”, quien accede a embarcarlo en una trainera previa advertencia sobre una más que probable indisposición, “el mal del mar”, que el argentino desprecia con la arrogancia de quien se siente inmunizado por una travesía oceánica. Luego, aún permanece la noche cerrada, se dirige con otros nueve tripulantes, pescadores locales, “hombres que se le suben a las barbas al mismo diablo”, hasta el embarcadero del río.

Hedor a sardina

En la trainera hay una red de 1.400 metros cuadrados y un saco que desprenden un olor a duras penas soportable. Por lo menos para un olfato urbano. El saco contiene huevas de bacalao y afrecho, “tentación que atrae lo bancos de sardinas”. Cuesta arrancar el motor de la trainera, que ya en marcha añade su pestilencia de gasóleo. Antes incluso de llegar al paraje de pesca, situado frente a Zahara, la fatiga acosa al periodista: “el hedor de sardina es tan violento -escribe- que no termino de descubrir como el viento no se lo lleva”. Al poco, el amanecer con su relente empeora las cosas, dejándole las manos agarrotadas y los pies “como dos bloques de nieve”.

  En un momento dado, la trainera comienza a largar el arte dando vueltas en círculo. Se izan las redes, mientras Arlt, cada vez más fatigado, pulsa con dificultad el disparador de su Kodak. No hay cardumen. Vuelta a empezar. La pesca llega con el segundo lance, entre el griterío ensordecedor de los hombres: “Pan. Nuestro pan. ¡Mardita sea la mare del mundo…!”.  Pero Arlt apenas puede ya tenerse en pie. “Me arrastro -confiesa- hasta la borda y arrojo bocanadas de espuma”.

Logra levantarse en un último esfuerzo, aún alcanza a pulsar el obturador alguna vez más, pero “luego me tiro en el empaletado de la proa, al sol, y duermo despierto, escuchando las voces de los hombres, el graznar de las gaviotas; pero sin fuerzas ni para abrir los ojos”. El patrón decide transferirlo a la primera embarcación que cruce para Barbate, y a medio día lo dejan como un fardo en otra trainera, que finalmente vara en la playa gracias al “tercio”:  “doscientos hombres, uncidos a un cable de alambre, tiran de la barca, que sobre un rodillo es retrepada a un arenal”. Es lo último que recuerda antes de caer rendido en la cama para no despertar en casi dos días.

“El hombre en general me da asco –escribió en cierta ocasión Roberto Arlt-, y tengo como única virtud el no creer en mi posible valor literario sino cinco minutos al día”.

Una auténtica joya

Tal vez hoy le trajese sin cuidado que nosotros no estuviésemos para nada de acuerdo sobre tal auto consideración. Pero no creo que obedezca a ninguna clase de chauvinismo afirmar que la crónica que elaboró sobre nuestro pueblo es una auténtica joya, literaria y documental. Se extiende a lo largo de tres artículos, publicados en El Mundo, rotativo de Buenos Aires, entre el 18 y el 21 de abril de 1935 con los expresivos títulos de “En busca de un patrón de pesca”, “Mar afuera en una trainera” y “Vida de los pescadores de Barbate”.

Al igual que otros cronistas que no han nacido en Barbate y han recalado aquí, caso de Miranda de Sardi, Juan Marsé o Younes Nachett, el autor argentino se siente obligado a moverse entre la escena costumbrista y el ambiente sórdido que ocultan los trabajos del mar. Se decide por una jornada de pesca, en torno a la cual gira un Barbate marinero en su época álgida, cuya crudeza relata desde la vivencia de quien no se ha aclimatado a soportar el rigor de una ocupación extremadamente dura y agotadora, a la vez que la reviste con algunas suaves pinceladas que buscan acentuar los  contrastes sociales.

Barbateños reseñables

Por los tres artículos mencionados circulan algunos barbateños más o menos reseñables, como el “farmacéutico andaluz”, el presidente del casino, obligado a renunciar “a consecuencia de unos disgustillos” –vinculados al carnaval-, el mismo patrón de pesca y los tripulantes de la trainera... Pero, con nombre propio, solo dos de ellos, ubicados en el cuadro costumbrista, aunque con consideraciones contrapuestas: Pepe Gallardo, el torero, “muchacho de veinticinco años de edad... al que quieren aquí con locura" y de quien se dice en el pueblo que “como arte, su toreo es pobre, pero que como valiente, hace poner de pie a los espectadores más flemáticos”; y por otro lado, doña Frasquita, dueña de la fonda, “una vieja gorda como un tonel y asmática como una perra...”, que lo recibe mondando patatas “como si le hiciera un flaco servicio al ir a hospedarme a su purgatorio...”.

Por otro lado, Arlt aporta datos técnicos sobre las faenas de pesca, las redes y embarcaciones, duración de las jornadas, emolumentos, incluso la vianda de los pescadores, y también del “tercio”, el cual nos recuerda vivamente la descripción del Dr. Thebussem de la almadraba de Zahara, pues tampoco en Barbate como en aquella aldea hacía poco más de setenta años “se le hacen, a quien se presenta, preguntas indiscretas”, señal de que muchos de aquellos hombres de diversa y lejana procedencia venían huyendo de algún acto inconfesable: “retrátele usté bien para que le ahorquen”, le gritan cuando apunta con su objetivo a los hombres que tiran de la cuerda. En fin, muchos detalles, la mayor parte no registrados nunca por nadie, que reflejan esa curiosidad científica y de gran viajero que anima al argentino.

Un viaje en el tiempo

La rica profusión de datos, por otra parte, nos traslada en el tiempo y pone el foco en las pervivencias. Desaparecieron los “tufos de sardina” que golpeaban al visitante nada más llegar a Barbate; la cocina en la calle, las “mocitas cargadas de botijos de agua”, los pañuelos negros en la cabeza, las redes a modo de cortinas, las calles fangosas, “el Zapá”… Pero quedan los perros y gatos, y la inclinación por lo artístico del barbateño: “muchachos pescadores –escribe, en una escena que recuerda a las gaditanas- golpean las manos en redor de otros que ensayan pasos de baile flamenco”.

 Existe constancia de que la larga visita a España dejó en Roberto Arlt una impresión contradictoria. En primer lugar, no esperaba toparse con una miseria tan repulsiva, corporeizada en la mendicidad y la clase proletaria, resaltada en la “aguafuerte” barbateña por contraste entre el único casino, con su pequeña biblioteca, su piano y unos pudientes socios que no le dejan llevarse la mano al bolsillo, y las múltiples y modestas tabernas, “una de cada cuatro puertas”, repletas de marineros pobres en continua ebullición; por otra parte, la música española, a él, que también tocaba el piano y tanto se dejaba sorprender por las improvisaciones populares, como le pasó en el propio Barbate, en Cádiz o en Granada, esa música, decimos, acabó por seducirlo hasta el final de sus días, ocurrido tan solo unos años más tarde.

Para concluir, Barbate le va a proporcionar una dura y aleccionadora experiencia totalmente alejada de las postales turísticas. Con ella, más allá de su propia crónica, Roberto Arlt deja entrever, preludio de una guerra que estaba a las puertas, cómo una masa trabajadora, pobre y anónima, seguía a merced de una impronta decimonónica que parecía ignorar el sacrifico y la miseria de los pescadores, "solo otros hombres –concluye- trabajan más ferozmente arriesgados que estos: los mineros”. Tendrá ocasión de comprobarlo pocos días más tarde, internándose a vivir otra experiencia en una mina asturiana. No cabe ninguna duda, hemos tenido la suerte de recibir en Barbate en 1935 a un testigo de excepción de una época que, gracias a una sutil capacidad para recrear su atmósfera, hoy podemos rescatar del olvido.

 

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