Ocurre desde el principio de los tiempos, y ahora con las redes sociales mucho más. Un bulo nace por la imaginación malévola de alguien que quiere hacer daño. Es necesario una mentira y un poco de envidia a un poderoso. Porque nadie con su vida ocupada y satisfecha pierde el tiempo e inventar maldades sobre alguien irrelevante. La segunda parte es la difusión: una mentira contada mil veces se convierte en casi verdad, por aquello de que “tiene que ser verdad porque yo me he enterado por varios sitios”, sin reparar que los varios sitios vienen del mismo envenenado origen. Luego entran en acción los que van versionando el bulo con cada vez más detalles verosímiles. Y por último llegan las ganas de creer al más débil, frente al que parece más fuerte. Aquí se invierte la carga de la prueba: es el perjudicado el que tiene que luchar por desmentir, no el que lanza las acusaciones el que tiene que probarlas. Y todo queda como el que vierte al suelo un cubo de agua, que aunque te empeñes en recogerlo exprimiendo con una fregona, siempre el piso va a quedar húmedo.
Por eso, a quienes alguna vez padecimos un bulo se nos pone una piel aceitosa adaptativa para que nos resbale todo y tenemos que pensar que sólo los tontos se tragan los bulos. Las personas inteligentes o pasan o esperan que sea la justicia la que condene las conductas reprobables.
“Ajú qué de cuplés del NU pa la basura, io”