Supongo que algún sesudo parlamentario (absentista), o consejero autonómico (de los de los viajes gratis total), o concejal de Urbanismo (de los de los métodos clásicos), me dirá que exagero, que la clase política es un conjunto de personas, elegidas por el pueblo, preocupadas por el bienestar ciudadano. Que no puede distinguirse entre la condición humana, triste ya de por sí, y la política, tristísimo. No voy a discutirlo. Digo solamente que, si París bien valía una misa, Benidorm vale, al menos, una ruptura materno-filial, un sonrojo pasajero y un mirar hacia otro lado: ahí es nada, con lo rentable que sale la playa de los rascacielos. ¿Diré más? Podría, sin duda. Podría, por citar solamente algunos ejemplos aislados, hablar de la flotilla de audis a cargo de los erarios públicos, de las visitas a Etiopía para conocer de primera mano su sistema parlamentario, de las embajadas autonómicas, de las legiones de familiares-asesores. O del referéndum independentista en Arenys de Mar, en otro, pero no tan alejado, orden de cosas.
Esto, querido lector, se nos ha desmadrado. Y hay que ir pensando ya en una regeneración política antes de que el ciudadano, usted y yo sin ir más lejos, empiece a pensar en cosas como que para qué diablos se están utilizando sus impuestos.