A pesar de no ser un grupo sevillano, Radio Futura escribió sin saberlo la canción que mejor define la canícula en esta ciudad. Con una intuición asombrosa, la banda de Santi Auserón describió a la perfección en qué se convierte durante el tórrido verano este trozo de valle marcado por la cicatriz aceitosa y bicéfala de su río: en una auténtica, y exigente, escuela de calor.
En los días y noches veraniegos la ciudad funda su escuela de calor, y no crean que es una ocurrencia mía para aprovechar el título de una canción, sino una afirmación cuyas raíces se hunden en la esencia del Sur. La urbe es una escuela de calor en sus muchos sentidos, no solo como un lugar de instrucción, sino también como un método y estilo propios de enseñar, como una doctrina y unos principios transmitidos a lo largo de los siglos, incluso como las características comunes de los artistas que nacen a su luz y el conjunto de seguidores de una determinada filosofía de vida.
Al contrario que los centros educativos al uso, que cierran nada más arrancar el verano, la ciudad abre las puertas de su escuela durante esos meses y coloca al frente de la institución al más sabio y exigente profesor, el calor. Este, o su variante femenina, la calor –institutriz aún más inflexible-, no es ninguna maldición, más bien lo contrario, una bendición para almas expertas en exprimir el zumo de las bondades a frutas aparentemente ácidas. Es miel agazapada en el vinagre, y buena prueba de su delicioso fondo es que todos los hijos de la ciudad con una sensibilidad artística exacerbada, y que tuvieron que exiliarse –obligada o voluntariamente-, acabaron sus días añorando dos cosas, la luz que inauguró sus ojos niños y el calor de este útero urbano. Luz y calor, las ausencias más dolorosas para gente como Antonio Machado, Luis Cernuda, Rafael Montesinos o Manuel Mantero; léanlos y experimentarán a través de sus palabras la extrema añoranza del calor, o la calor, de esta ciudad, cordón umbilical que el frío y umbroso Norte les cercenó violentamente.
En esta escuela de calor se exige a los discípulos una alta calificación en finura de espíritu para apreciar lo que otros desprecian; en esta escuela de calor está prohibido el aire acondicionado, que es el verdugo de una manera particular y secular de afrontar la existencia en este trozo de tierra que llamamos ciudad.
Sigilosamente el split se ha ido cobrando víctimas como la fuente y el patio, el baldeo de las paredes hirvientes tras el ocaso, el búcaro sudoroso y la mecedora, las persianas echadas y las ventanas abiertas, las butacas a las puertas de los zaguanes en noches de tertulias interminables, los cines de verano y el tartamudeo del abaniqueo, el lino y los muros anchos…
En las aulas desiertas de sus calles desde el mediodía hasta que el Aljarafe se traga el sol como si fuera una inmensa y candente torta de Inés Rosales se imparte la asignatura para iniciados del paseo solitario y la visita a las antiguas iglesias que guardan, además de retablos antiguos, el único fresco posible a esas horas. La campana del recreo en la escuela de calor siempre suena a la amanecida, cuando todo está por estrenar tras la pirólisis a la que fue sometida el día y la noche anteriores; el calor es el mejor quitaesmaltes para la estropeada laca de uñas de la urbe.
En su frontispicio todos los alumnos pueden leer el lema que sirve de llave para penetrar en los secretos más valiosos de esta escuela: el calor evidencia lo esencial. Es su máxima enseñanza, inculcar en las almas ávidas de sentido que cuando todos y todo huyen de la calor, lo único que permanece es lo imprescindible, y ahí reside el punto de apoyo para una existencia plena. Un arbolillo que da sombra, una fuente que vomita agua fresca, el silencio más atronador en una plaza o un buen libro en la hora de la siesta se convierten en lecciones de vida humilde que derriban otras ambiciones y aspiraciones más mundanas. Lo necesario madura al calor, se oye repetir en sus aulas.
El curso acaba de arrancar. Aquí se forman los espíritus sensibles y heroicos de la ciudad. Cuando arde la calle al sol de poniente, hace falta valor, pero que mucho valor, para quedarse en la escuela de calor.