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Lunes 17/06/2024  

Populacho y otras mentiras

Hay muchos asuntos en lo referente a la trágica muerte de Marta del Castillo que me preocupan sobremanera –aunque cada uno de ellos es discutible–, y quiero citar aquí sólo algunos, los que me tienen sin dormir.
El primero, y para mí el más importante, es que cada vez son más jóvenes los que asestan un mazazo de tal calibre a su chica (la mayoría quinceañeros, veinteañeros o los ñeros que les quieran ustedes poner), a su ex novia o su amiga o su ex mujer o sea cual sea la relación, y cada vez son más calculadores a la hora de cometer el crimen, cada vez más participan como cómplices sus colegas (igual de cínicos que el propio autor del atentado) y cada vez más se aprecia una cierta sospecha por parte de los familiares de las víctimas hacia los asesinos. Otra cuestión que me inquieta también es que cada vez más los entrevistados por los medios de comunicación –especialmente los programas basura de televisión– son menores. La amiga de la víctima, que no levanta un palmo del suelo y cuenta con tan sólo trece o catorce abriles, y que a cara descubierta, alegando la cadena en cuestión que cuenta con la aprobación de sus tutores, los presentadores de estos programas levantan la vida privada de los menores y la de la maltrecha de una forma desproporcionada en un plató de televisión. Ellos, los directores de las cadenas, buscan audiencia; los menores, posiblemente, protagonismo. Tal fue el caso de Samuel, uno de los detenidos en este caso que nos ocupa,  al que pudimos ver y oír en la tele –pancartas y “Marta somos todos” como telón de fondo– consternado por la muerte de su amiga y que luego resultó ser uno de los que ayudaron a Miguel, asesino confeso de la joven sevillana, a arrojar el cadáver de la chica al río Guadalquivir.

Observo también una forma inútil y mediática cuando a las puertas del juzgado –el de Sevilla o cualquier otro, porque este episodio no es nuevo en esta España de leyes para ganar campañas– la Policía lleva al presunto asesino, con sus cómplices y todo –lo de “presunto” es una de esas cuestiones discutibles–, ante el juez y el populacho grita “¡asesino!, ¡asesino!”.

Cientos de almas, indignadas, a las que si le das la oportunidad adoban al hijoputa que se llevó por delante a la chica. Sin embargo, cuando el vecino propina una gran paliza a su pareja, cuando un joven grita en plena calle a su churri o cuando un matrimonio se tira los platos delante de sus morros, nadie, absolutamente nadie, tiene los santos cojones y ellas los santos ovarios de gritar, a las puertas del 5º B, el 7º C o el 1º A “asesino, asesino”, o simplemente llamar a la Policía para denunciar la bronca. En todos los casos en los que como reportero he dado cobertura de este tipo de noticias, me he encontrado con vecinos que no habían oído nada de nada: ni el disparo –que ya manda huevos no oír un tiro–, ni las repetidas broncas, ni las palizas a sus hijos, nada de nada, oiga. Todos eran una pareja feliz –según los vecinos– y todos daban los buenos días en el zaguán. Pero las  disputas en mitad de la noche o en el silencio de la madrugada no los ha oído ni Cristo.   Pero a las puertas del juzgado, mientras atisban de soslayo que una cámara de televisión los está grabando, gritan, al unísono, cualquier improperio que quede bien con la conciencia de cada cual. Y con las audiencias. El tumulto, aquel mismo que nunca vio ni supo nada, que jamás denunció un mal gesto y que cuenta en su haber con otros casos similares, allí estaba, ante las puertas de un juzgado que dará que hablar en los próximos meses, gritando lo que a mi juicio nunca antes tuvo cojones de gritar. Me indigna, hasta el hartazgo, que esta sociedad en la que vivo, tienda a acudir en masas a horas tempranas a increpar y estirar los brazos por si agarran al autor de los hechos al umbral de un palacio de justicia y no sea capaz de vigilar, controlar, sospechar o evitar que estos crímenes proliferen. Sigo creyendo que si en vez de esconder la cabeza cuando no hay que hacerlo le plantamos cara al asunto ganamos todos. Sin necesidad de ir a un juzgado a mostrar una repulsa que, en otro tiempo, dejaron pasar de largo. Les puedo asegurar que había más gente en la puerta del juzgado de Sevilla que en una concentración de Victoria Kent en la Plaza Alta por la última víctima. Así somos.

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