Formará parte del anecdotario de los picolos, o del Cuaderno de Bitácoras, narrar que una vez, mientras hacían una persecución, se hostiaron contra la mejillonera de la Atunara. Aún recuerdo esos acorralamientos cuando, para los telediarios, en plena noche y con las protuberancias más arriba del nudo de la corbata, sorteábamos (o sorteaba el habilidoso patrón) las escolleras de Punta Carnero, Punta Tía Abelica o el Chinarral mientras los gallumberos o contrabandistas se rilaban en nuestros ancestros y se mosqueaban porque una cámara de televisión era testigo directo de la movida. Aquellos afilados moluscos asidos potentemente a las piedras sí que eran mejillones. Había que tener los sesos muy en su sitio para saber que, a la primera de cambio, te ibas al otro barrio con un frío de tres pares, descuartizado como un gorrino y a dos palmos de tu casa. Y ellos, los picolos, de las suyas. Pero los mejillones incrustados en las escollas, como por arte de magia nos perdonaban la vida tanto a los que cubríamos que la comarca del Campo de Gibraltar era corrupción en Miami como a los que, con proa a Gibraltar, a los muelles de Marina Bay, con las lanchas rápidas pintadas de negro, se cubrían la retaguardia y las páginas inenarrables del talego que demoraba paciente una detención inaplazable. Algunos de estos contrabandistas simplemente no lo contaban y se iban con Dios y San Pedro empetados de tabaco tras empotrarse contra una patrullera o un peñasco. Así eran las cacerías en el Estrecho. Todos se la jugaban a una carta.
Aquellos mejillones, como decía, salían a la luz de la luna con la marea baja y créanme si les digo que los vi muy de cerca. Parecía mentira cómo aquellos hombres, los guardias civiles, sacaban un póker con los ojos cerrados y con ellos los que, como yo, rezábamos a la Virgen del Carmen para grabar una buena imagen que diera el titular a las tres de la tarde en el Telediario de la Primera y acabara la noche sin un rasguño. Cada uno iba a lo suyo, ya ven. Pero todos le veíamos los cojones al diablo. Muy de cerca. Como los filosos mejillones de las escolleras.
Supongo que en aquellos años, los noventa, de haber estado fondeada la mejillonera donde lo está ahora, tanto los narcos, los picolos y los reporteros no hubiésemos odiado tanto ese manjar que nos ofrece el mar y las Rías Baixas. Y ahora nuestra bahía. Hasta las trancas de mejillones, oiga, nos hubiésemos puesto. Y a los de la patrullera del domingo pasado se les cruzó eso por la cabeza, se lo juro. Los contrabandistas estarían, ya en la orilla de la playa, descojonados, y con razón, de ver a la Benemérita sobre las bateas que, ya lo decían los sabios, entorpecen la navegación.
He visto en multitud de ocasiones cómo la Guardia Civil y los agentes de Vigilancia Aduanera arriesgan la vida en el mar cada día y cada noche. A veces, ese miedo contenido delataba el deber cumplido al quitar de circulación no sé cuántas cajas de tabaco de contrabando o no sé cuántas toneladas de chocolate. Ellos, todos ellos, los agentes, apretaban los dientes mientras sus hijos, sus esposas, sus padres y sus madres pedían a todos los santos del cielo que llegaran cada mañana a casa luego del servicio. Me reí cuando vi la imagen de la patrullera sobre la mejillonera por lo vistoso del asunto. Creo que nos reímos todos. Pero les puedo aseverar que para realizar el trabajo que realizan estas personas en el mar hay que tener los huevos muy en su sitio, y que esas encalladas esporádicas y humorísticas no lo hubieran sido tanto en la peor época que se conoció en España en cuanto a contrabando de tabaco y narcotráfico se refiere. Pienso que en aquellos años lo de menos eran las mejilloneras (de todos modos no había en nuestras aguas), sino la cantidad de buques fondeados a los que los narcos y las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado en el mar le pasaban rozando. Al igual que los mejillones de las piedras, el acero negro de los petroleros crujía al sentir tan cerca la fibra del casco de las patrulleras. El faro de Punta de Europa emitía las intermitencias luminosas como redobles de campanas augurando lo peor y la orilla de la playa de la Atunara o la de la Chullera era una cueva de ojos despiertos esperando la mercancía o el fiambre de una de las dos embarcaciones: la de los picolos o la de los otros. Y de ello, las aguas del Estrecho fueron testigo cada noche.
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