Alguien a quien aprecio me sugirió hace unos días que mis textos trataran de expresar mayor optimismo, porque la gente está cansada de crisis, recortes y angustias. Debo aclarar que era una idea que ya me rondaba por la mente. El problema estriba en que yo también, como la mayoría, me hallo inmerso en ese océano de desánimo que, de forma repentina, injusta y brutal, se ha apropiado de nuestras vidas.
Valoro la petición de esta persona en lo que vale, que es mucho. Por un lado supone un fiel reflejo de sus propias inquietudes vitales, tan compartidas con los demás que el adjetivo “común” abandona sus resonancias peyorativas para transformarse en lo que realmente designa: un rasgo identitario que subyace en cada versión particular de los problemas cotidianos y en el modo de afrontarlos. Por otro lado, atribuye a mi escritura una capacidad de revertir el estado de las cosas que se sitúa lejos de las habilidades reales con las que me despierto todas las mañanas.
No obstante, lleva razón esta persona apreciada que, con una mezcla de esperanza y rabia en el mirar, me pidió que inyectara más alegría a mi prosa: quienes, por pequeña que sea, tenemos la oportunidad de escribir sobre la época convulsa que nos ha tocado vivir (¿acaso alguna vez el ser humano ha disfrutado de auténtica paz?) y publicar el resultado de la reflexión, a menudo olvidamos que no basta la verdad desnuda.
También es preciso saber decirla sin incrementar el dolor de las heridas infligidas por una cultura a la que importa más el estruendo momentáneo de los fuegos artificiales en el cielo, que la lumbre de las candelas en los hogares. La cuestión es: ¿hay razones fundadas para el optimismo? Si miras alrededor con ojos que penetren la superficie compruebas el conglomerado de intereses espurios que se forma con la vanidad, el ansia de poder y la idolatría del dinero.
Y si miras en tu interior el espejo partido te devuelve una imagen gris y achatada: eres un engranaje más de esta maquinaria monstruosa; aun en contra de tu voluntad caíste en la trampa. La deshumanización no se fue nunca, pero en nuestros días se disfraza con un hermoso atuendo de seda. Este ardid la hace doblemente peligrosa: siempre fue letal, pero ahora también es sutil como la mordedura dulce de la vampiresa.
Una vez perdido el rumbo sólo hay dos opciones: provocar el naufragio o reinventar las cartografías. Pero no estamos haciendo ni lo uno ni lo otro. Ni siquiera vamos a la deriva. Parecemos estancados, aguardando -en el fondo sin convicción alguna- que la fe en el destino dé resultado y todo vuelva a ser como antes.
Como muchos, aún no he dejado morir de inanición a la aspiración de vivir en un mundo donde el valor de lo netamente humano esté por encima de cualquier otra prioridad. ¿Dónde hallar, entonces, el revulsivo? Jung lo advirtió: no nos amenazan catástrofes naturales. La bomba atómica no existe en la naturaleza. El hombre es su creador. Somos, pues, el gran peligro. El gran peligro es la psique humana. ¿Revulsivo? No: más bien hace falta una revolución, que no será política, ni económica. Será una revolución de las conciencias o no será nada.
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