Lo conozco desde hace un cuarto de siglo. Si se le desgastan los fondillos de los pantalones será por dormitar en los asientos business-class de los vuelos internacionales, y es optimista, aunque como posee bastante información puede parecer todo lo contrario.
Me lo decía sin dramatismo y sin alarmas, como un oncólogo puede referirse a un cáncer: “Nos encontramos ante un cambio de era. El modelo económico salido de la II Guerra Mundial ya no sirve, de la misma manera que no sirven las antiguas máquinas de escribir para funcionar hoy en un departamento administrativo.
El problema es que no sabemos cómo serán los ordenadores que las vayan a sustituir. Es como si hubiese venido una glaciación –prosiguió despacio, sin ninguna vacilación–, y la gente creyera que se trata de una bajada de temperaturas pasajera: todo el mundo aplica remedios temporales, pensando que el termómetro volverá a subir, pero lo que se invierte en una solución provisional es dinero tirado.
Tenemos poco dinero y los escasos recursos los estamos dilapidando en soluciones ruinosas”.
Le hablé de la cantidad de premios Nobel de Economía que hay en el mundo, incluso de personas como él, y de los expertos de toda laya que habitan en los cinco continentes, y él movió la cabeza de un lado para otro, y confesó algo que me dejó estremecido:
-Ese es el problema: que incluso los expertos no sabemos si es una glaciación o un calentamiento, y en Europa cierran las ventanas, en Estados Unidos las abren, y en China siguen creciendo, pero lo hacen a nuestra costa y, si nos volvemos pobres, será como la lepra y habrá contagio universal.
Tomé un sorbo del cortado y miré a mi alrededor. Los cambios de era siempre se produjeron así, sin que la inmensa mayoría se diera cuenta.