Hace unos meses leí una entrevista con una ejecutiva española del canal Fox en la que menospreciaba la importancia de las descargas digitales de sus series de mayor éxito. Según su teoría, el fiel seguidor de sus producciones no iba a renunciar a la calidad de sus emisiones en alta definición, sonido dolby y demás posibilidades tecnológicas. Me sonó a respuesta de manual de ejecutivo bien aplicado y, como tal, ajena por completo a la realidad. Porque al final no se trata sólo de acudir a internet antes que contratar un paquete de canales con series exclusivas, sino de anticiparse a las emisiones nacionales por mera necesidad personal, por satisfacer una adicción, y esas satisfacciones se cubren en la pantalla de un ordenador, sin HD, sin doblaje al castellano y sin anuncios. Llevo haciéndolo durante dos veranos seguidos con ‘True Blood’, contagiado de “v”, por supuesto, ya que de otra forma resulta imposible justificar los insostenibles derroteros argumentales de su colocada plantilla de guionistas –en esta cuarta temporada los vampiros se enfrentan a su desaparición por la reencarnación de una bruja española, Antonia, de Logroño (con el trabajo que le cuesta a Stephen Moyer decir “Logroño”), dispuesta a vengarse tras su ejecución en el siglo XV por la Santa Inquisición, al frente de la cual se encontraban infiltrados varios vampiros-. Un disparate, sí, pero no me pidan que aguarde a que la emita Canal¬+ este invierno para verla, ni en pantalla gigante ni en alta definición, porque la dosis de metadona televisiva llegará caducada para entonces.
Puedo entender el celo del ejecutivo de un canal de televisión a la hora de defender sus productos y la necesidad de seguirlos a través de los cauces oficiales, sobre todo teniendo en cuenta que ha sido su apuesta por la calidad la que ha revalorizado la afición por las nuevas series hasta convertirlas en objeto masivo de culto, pero el fenómeno también ha transmutado una vez hecho presente entre los espectadores y, por mucho que miren hacia otro lado, el visionado de capítulos on line está tan extendido como pedir tinto de verano en un chiringuito. Si miran hacia otro lado, o si figuran hacerlo, es algo que deben tener asumido, pero gracias a las alternativas propiciadas por la moda hacia las series hemos tenido la oportunidad de conocer algunos títulos que ni siquiera han llegado a nuestro país. Es el caso de Treme, ambientada en la Nueva Orleans post-Katrina y creada por David Simon para la HBO tras las exquisitas cinco temporadas de The wire, de la que ha heredado a la casi totalidad de su equipo técnico y a parte del artístico.
Treme, que ya ha cumplido dos temporadas, es un drama de una dolorosa autenticidad –cuenta las vidas marcadas de una comunidad que se niega a renunciar al pasado, a las tradiciones, a la música, pese a las heridas abiertas por unas inundaciones que dejaron en evidencia la capacidad de reacción de la administración Bush y las nuevas heridas causadas por la reconstrucción de una ciudad en la que las trabas burocráticas y la estratégica visión de los aprovechados subrayan la indefensión de los damnificados-.
Pero Treme también es la celebración de la reinvención de la vida de los residentes en este popular barrio de Nueva Orleans por medio de la música y de la reivindicación de sus valores. La serie está plagada de actuaciones en directo, con artistas consagrados y callejeros, de locales de ensayo, de eternos aspirantes, de talentos emergentes, y todo ello arropado por un excelente reparto coral –John Goodman, Melisa Leo, Kim Dickens, David Morse, Steve Zahn, Wendell Pierce, Rob Brown, Khandi Alexander…- que dota de una inconfundible naturalidad la existencia de cada uno de sus personajes, en lógica consecuencia con el sentido crítico desde el que está concebida la trama global de esta serie imprescindible.
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