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Las consecuencias

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Esperaba su retorno con alguna impaciencia. Pero, ¿quién iba a intuir que vendría desollando su propio molde y como nunca haciendo del dolor, canción? Tiempo, letra, silencio. Voz. Siempre me ha fascinado la voz transfigurada en música. Quién conoce el origen del origen del secreto. O del lamento. Quién se atreve a contestar la pregunta, cuando el signo de interrogación hiere como un garfio. Cada vez más me convenzo de que cierta creatividad es una sublimación de nuestro temor al desamparo.

Sí. Me has partido el alma, cabrón. ¿Tendré que explicarte que empecé a inventarme otro mundo escuchando la voz de mi madre, cuando la cantaba? Ahora tú, que habrás pasado lo tuyo, traes la punzada de la guitarra en primer plano, el acordeón y su tristeza entretenida, la viola y la melancolía como inacabado trasfondo, y nos dices a la cara que todo es por nuestra cuenta y riesgo. La verdad duele. Navega como un barquito de cáscara de nuez en océano tormentoso. El mundo real es hostilidad; y su esencia, percepción de incertidumbres.

Cabrón genial. Cabrón humano como el sepulcro perfumado que hemos creado creyéndonos dioses. Cabrón que sobrevive a semejante destrozo, ¿cómo se te ocurre gritar que es hora de hablar del lento proceso de derrumbe? La gente no está ciega, pero no quiere ver ese puñal clavado, pues abres otra llaga sobre la llaga aún fresca. Y sin embargo a algunos sólo nos queda agradecerte haber sido tan sincero al enseñarnos que el arte supone, a la vez, derrota y vencimiento.

Sí. Me refiero a un cabrón de carne y hueso. Pues aconteció que el descubrimiento acontece. Y ves que alzado al escenario, patíbulo de los Narcisos y del titiritero, había otro hombre tan atolondrado como tú. Como tú tan a tiro de piedra de la locura, esa dama eterna, terca aspirante a la lucidez. Algo se te quebró, Bunbury. Dentro. Lo sé porque rebusco mis trozos desperdigados en tus melodías, en tu desgarro. En el aferrarte a la vida. Pues, hermano, cuánto nos gusta la vida. Nos la beberíamos de un sorbo, impacientes, voraces, ansiosos. Pero en lo más profundo -ese lugar oscuro al que cada cual llega por separado, perdida la ruta de regreso-, los dos sabemos que allí no hay más que un dolor antiguo, con nombre de mujer quizá. O de leche. O de miel. Y cuesta el aliento aceptar que no podemos ser otro que aquel que se sorprende cuando el aire, expresado en verso, resulta más suave que una caricia. La alegría se despidió de nosotros y nos dejó la implosión de su vacío. Tal vez regrese, pero ¿y si estamos equivocados los que militamos en la cofradía del tener mucho que expresar y poco que decir, hermano cabrón? Fuimos elevándonos demasiado hasta convencernos de que había pureza. Y al comprobar el engaño, ya nos conformamos con la modestia, con la comunicación. El infinito no podía tocarse. Hemos averiguado esta certeza a base de mil ahogos. El azul sólo se presta al tacto insípido; a la mano, por más que busque, se le escapa. El azul sólo puede pintarse. O cantarse. A lo sumo convertirse en color. Para los ávidos del sentir, nuestra desgracia radica en que percibimos aquello que jamás podremos atraer hacia nosotros. El truco quizá consista en darse cuenta, sufridamente, de que nada nos pertenece. Ni siquiera el desenlace de la propia vida. Que la propiedad es la trampa mortal en la que caen y mueren las emociones. Dime pues, poeta cabrón, ¿cómo has logrado transformar el rock en una nana doliente? Hay en tu música, como si se tratara de agua secándose en la aridez, una belleza hurtada a la conmoción. Y hay en tu voz el tormento de quien tuvo que esforzarse, desde muy temprano, para sobreponerse a la frialdad. Mas al fin has fragmentado cada capa marmórea de la cebolla, hasta descender a los desvanes. Y enseñas el horror que has visto. Ya sabes: el trapecio oscilando. El engaño de los hombres. La verdad como forma de violencia. Los límites del cuerpo. La ficción como excusa y necesidad. La vejez entre los enemigos. Y la santa regla: hacer todo lo posible por quien escucha y se deja querer. Pues es hora de ir curándose de la fatalidad y de no codiciar los halagos.

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