Va cayendo la noche, y las sombras se apoderan de la empinada cuesta empedrada que accede hasta la fortaleza. Unas decenas de visitantes miramos sus altísimos muros sintiéndonos apenas seres liliputienses. Los postigos están cerrados, pero, ante nuestra sorpresa, la Puerta de las Lanzas se abre lentamente para que, tras ella, aparezca la discreta figura de Ibn Said Al-Maghribi (Enrique Hinojosa), que nos invita a franquearla. Nos sorprende su mesura, su discretísima cortesía, la refinada deferencia con que nos acoge y habla de sus años en aquella Al-Qal´a en la que el nació en 1213. No sé si muchos de los que allí estamos presentes es consciente de que nos encontramos ante uno de los más grandes personajes nacidos en nuestra ciudad, aunque ésta fuera entonces apenas un embrión de lo que ahora es. Este historiador, geógrafo y poeta alcalaíno recorrió a lo largo de su vida buena parte del mundo entonces conocido y a él se deben dos de las más célebres antologías de poetas árabes escritas en su tiempo, en los que recogía ese esencia de la poesía amorosa andalusí que tanto influiría después en la literatura caballeresca europea... Pero esa es ya otra historia, sólo nos da un poco de pena comprobar lo desapercibido que parece haber pasado el 800º aniversario de su nacimiento que, precisamente ahora se cumple...
Algo más arriba, a la altura de la Puerta de la Imagen, Al-Maghribi se retira y se nos aparece otro habitante bien distinto con el que, por cierto, no coincidió en vida. Es Alfonso Onceno (Nono Vázquez), como él mismo se autodenomina, Alfonso XI de Castilla, conquistador de esta fortaleza. Lleva en su semblante todo el empaque que parece otorgar el haber sido rey desde que tenía un año, y eso se nota y mucho. Se pasea por el castillo con la satisfecha suficiencia de haberse salido con la suya, y sometido a una plaza importante para amenazar al ya renqueante reino nazarí de Granada. Tanta ambicición por extender el reino castellano le llevaría a morir en Gibrarltar sin haber cumplido siquiera los cuarenta años... Cosas del destino.
Más arriba volvemos a encontrarnos a nuestro exquisito guía Al-Maghribi que, tras franquear la Puerta del Peso de la Harina, nos introduce en el mismo interior de la ciudad. Antes, desde una almena, casi nos asusta el alarido de un personaje que se nos antoja bufonesco. Es el alfaqueque Ginés de Miranda (Raúl Montoya). Los alfaqueques no eran sino hombres de valor, cuya autoridad les servía para negociar la liberación de cautivos con el cercano enemigo sarraceno. A esas supustas virtudes de buen negociador este Ginés nuestro parece añadir las de galante y vividor, que no duda en flirtear con las guapas visitantes...
Ya en la Alcazaba, escuchamos, arriba, en la muralla, el lastimero lamento de Abu Yafar, otro de los antiguos poetas que rondó por la fortaleza, y que, como un fantasma, canta las tristezas de sus amores por Haffsa... Tras tantas emociones, nuestro buen anfitrión Al-Maghribi nos invita a un refrigerio que nos alivia el gaznate, y nos anima a ascender hasta la Torre Mocha, desde la que la perspectiva nocturna de la ciudad es, simplemente , inenarrable.
Al-Maghribi nos acompaña luego, entre el perfume de las lavandas, hasta la Iglesia Abacial, en la cual, como el mismo reconoce "ni puede ni quiere entrar". Su interior es, simplemente imponente, el cántico, entre monacal y críptico que nos llena los oídos cuando penetramos para contemplar la iluminada estampa de sus cientos de tumbas, nos trae vagamente, salvando todo lo salvable, cierta reminiscencia del momento en que el doctor Bill Harford, oculto por su máscara veneciana, penetra en la enigmática casa, en el inolvidable filme de Stanley Kubrick "Eyes Wide Shut"... Pero no nos dispersemos. Quien de verdad encontramos en el interior de este mágico reciento es al abad Juan de Ávila y, algo más tarde, a la pizpireta María de Mendoza y Osorio (Nuria Leiva), dama noble hermana de Alonso de Mendoza, uno de los antiguos abades, que se mueve ligera como una pluma entre los presentes, como si, verdaderamente, no formara parte de este mundo y conociera cada palmo de piedra de este gigantesco recinto lleno de secretos, a veces inconfesables...
Nuestra última, edificante sorpresa nos llega al descencer a la Torre de la Cárcel, por su estrecha e intimidante escalera de caracol, en cuyo fondo nos espera Juan de Aranda (de nuevo Alfredo Luque), para contarnos la peripecia de su huida de aquellas lóbregas estancias. Al salir, de nuevo, al relente de la noche, sentimos cierta sensación de alivio, aunque, tal vez, al mismo tiempo, de tristeza, cuando, tras el tañir de unas campanas, María de Mendoza, con la que casi hemos llegado a intimar en el curso de estos trasiegos, nos advierte de que, sin demora, debemos abandonar la fortaleza, si no queremos exponernos a insondables peligros... Y lo hacemos, no sin antes ofrecer, qué menos, unos aplausos sinceros a todos estos moradores, que nos han hecho evadirnos durante esta bella noche de verano...