COORDINADO POR PEDRO SEVILLA
El Nazareno de Arcos
“Cristo andariego alzado en los senderos”. ¿Quién me susurra al oído este verso mientras busco en el sueño de la madrugada al Nazareno de Arcos entre el gentío? ¿Cómo rebuscar en la memoria estremecida esa primera y única vez en la que me fundí a la noche de la devoción perpetua, de la devoción de siglos? ¿Quién no le ha rezado al Cristo atribuido con la cruz al hombro? Hombres del campo, del trajín cotidiano, viudas de negro, muchachas y muchachos en la flor de la vida buscando su consuelo. Incluso extranjeros le han buscado por San Agustín tratando de comprender la vida y la muerte que entraña la Semana Santa andaluza, sublimada en el vértigo de Arcos de la Frontera hasta límites insospechables.
¿Quién no le ha rezado al Nazareno de Arcos? Me lo pregunté mientras caminaba por las calles empinadas del pueblo encaramado. “Cristo andariego alzado en los senderos”. Verso pintado en mi boca, verso de Julio Mariscal Montes, el poeta de Quinta palabra que leía en mi juventud taciturna de cafés e indolencia universitaria. Ahí viene, en la caligrafía atemporal de una marcha procesional o de una saeta que como alcaravanes que no se ven, pero se presienten,alzan el vuelo sosegado de la prisa. Ahí viene el Nazareno, hijo de un Dios, dulcemente tallado, ahí llega en la vigilia del jazmín primaveral, precedido de la Santa Mujer Verónica que enjuagó su rostro. Le miro como le miró también mi padre en la lejanía de un Viernes santo de finales de los años cincuenta. Mi padre subiendo su cruz de poeta por las calles arcenses.
Mi padre, antes de mi madre, buscándose entre la niebla de los cirios y de los balcones de la vida donde se colaba el azahar y la nostalgia de los visillos y los interiores de las casas umbrías. Mi padre queriendo pregonar la Semana Santa de Arcos, siendo pregonero sin saberlo en la hora precisa del anochecer cavilado. Mi padre derramando una lágrima secreta por la calle San Juan. Somos el instante de verdad dibujada. Yo fui ese instante en la madrugada perfecta de la Semana Santa de Arcos. Vi venir al Nazareno desde lo más profundo. Traté de escribir algo en la libreta enmudecida. Pero hay momentos en lo que es preciso callar y conversar con los silencios. Dejar que la imagen venida del sueño de la niñez y del sueño del padre entre dentro de uno mismo. Arcos amaneciendo.
La luna que fue blanco enlutado en el rostro de María y San Juan Evangelista deja su lugar al sol que roza apenas con su fulgor recién nacido la cruz del Nazareno. Al lado la mujer amada que estrecha mi mano, fuertemente. Antes de la hija. La libreta enmudecida en el bolso mismo de la chaqueta. Y un verso persiguiéndome: “Cristo andariego alzado en los senderos”. Flor de endecasílabo para soñar despierto.
LUIS GARCÍA GIL. ESCRITOR
Recuerdos de la tarde de un Jueves Santo
Aún recuerdo como una visión reciente aquellas mañanas de Jueves Santo de antaño, cuando con infantil ilusión, inquieto despertaba, apenas el día se encontraba despuntando. Con premura, me disponía a asomarme a la ventana, fijar la mirada al cielo y descubrir que un naciente sol haría posible que mi mejor día del año, el predilecto y favorito, pudiese desarrollarse de forma íntegra y sin incidencias. Presuroso, me encaminaba hacia la parroquia. Y una vez dentro, observaba como mi padre, mayordomo perpetuo, ultimaba con delicada dedicación el exorno floral del trono de la Reina de San Pedro. Mientras Ella, compungida de dolor y con ojos vidriosos, aguardaba a la tarde contemplando desde cierta distancia a su Hijo. Yacente, sobre recia cruz, como dormido en sueño eterno y envuelto entre un silencio de paz que emanaba remedio para los pesares de alma y cuerpo. Así, repitiendo de forma metódica y constante dicha rutina, casi convertido ya en ritual, los años fueron transcurriendo hasta alcanzar la edad suficiente para poder vestir la túnica, en tan hermosa tarde teñida de colores rojos y negros.
Las primaveras se deshojaban de ese árbol que es la vida. Y aquella túnica quedó guardada en un antiguo ropero, dando paso y protagonismo a una molía de pura devoción. Tras recibir la llamada de la trabajadera primera del paso de la Virgen de Dolores. Y la cual, presto y raudo respondí a fin de encontrarme al servicio de la Madre Dios. Benditas maderas que hicieron posible el poder pasear junto a Ella, trasladarle súplicas, secretos y rezos, experimentando instantes sublimes, únicos e indescriptibles. Una manera etérea de alcanzar el cielo, sin alzar ni un solo palmo los pies del suelo. Compartiendo en armonía esfuerzos plenamente satisfactorios. Disciplina y sobriedad de una fraternal cuadrilla regida por un denominador común, el amor incondicional hacia tan bella Dolorosa. A día de hoy, cuando vivimos inmersos en un mundo enfermo y sacudido por esta terrible pandemia que nos acecha. Cuando la espiritualidad brilla por su ausencia en una parte multitudinaria de la sociedad actual.
El egoísmo, la desilusión, el conflicto permanente, la tristeza y apatía, se han instalado de modo latente en la forma en la que el ser humano interactúa con los demás. Ahora, que el azahar perfumador de nuestras calles no parece tan embriagador por ser respirado a través del filtro de una mascarilla. Y el incienso ya no es testigo anunciador del discurrir elegante de nuestras Cofradías en salida procesional. ¿Qué queda de aquellas vivencias experimentadas en Jueves Santos pasados? … Pues a mí me queda la fe, y a través de la misma llego directamente hasta la esperanza en la sanación de la humanidad. En que, en un espacio breve de tiempo, toda esta maquiavélica experiencia quede como el simple recuerdo de una macabra pesadilla. Propiciando el resurgimiento de una hermandad mundial, que empuñe el estandarte del perdón y la solidaridad. Volveremos a ser libres, sin las ataduras de un virus asesino.
Abrazados bajo el dogma de la concordia hacia el prójimo y hacia nosotros mismos. Redimidos de restricciones y angustias. Inseguridad y abatimiento. Entonces, amanecerá de nuevo un Jueves Santo, despertaré y al igual que hacía cuando niño, asomado a la ventana clavaré la vista a un cielo despejado de nubes, de miedos y temores. Abriré aquel viejo ropero, y allí encontraré mi túnica inmaculada. Planchada con esmero por mi madre, en un derroche de cariño infinito. La tomaré y mis pasos me llevarán hacia San Pedro para una vez allí, postrarme ante mis Sagrados Titulares, Stmo. Cristo de los Remedios y Paz y Ntra. Sra. de los Dolores. Demostrándoles así mi agradecimiento más sincero y absoluto. Por darme una vez más, la oportunidad de volver a experimentar esa satisfacción plenamente excelsa, de poder efectuar una nueva estación penitencial con mi Hermandad, la del Silencio.
MANUEL ÁNGEL GALLARDO ROMERO (Secretario de la Hermandad del Silencio)