Gracias a la sabia indicación de la profesora Amalia García leo a Stefan Zweig, un escritor nacido en Viena en 1881 y muerto en Brasil por su propia mano, en 1942, harto de soportar regímenes totalitarios y guerras. “El mundo de ayer”, que así se llama el libro, es todo un recorrido por la Europa sangrienta de las dos guerras mundiales, por el sarampión del nacionalismo y por los desmanes del nazismo y el estalinismo.
Pero el libro comienza con una exposición de la sociedad austriaca, de todo el imperio austrohúngaro en general, donde se relata la ejemplar convivencia de los ciudadanos en los años finales del siglo XIX: Gobiernos protectores, seguridad nacional, burguesía acaudalada y culta. Y los judíos, empeñados en ganar dinero pero también en aupar a sus hijos a las más altas cotas culturales. De cómo todo aquello se fue al traste, de cómo acabó por los suelos y de cómo Viena, de capital de la música, pasó a capital del horror, nos da cuenta Zweig con su prosa elocuente y lacerada, fruto de una memoria herida por la injusticia.
Y como uno es español, y las cosas en España están como están, traslada la experiencia de Zweig a la triste actualidad nuestra. No. España no está rota, ni nazis o bolcheviques van a meter su bota en nuestras calles, pero sí que está enfadada, malencarada, avinagrada. España está enfadada consigo mismo, y como España somos nosotros resulta que los españoles estamos enfadadosunos con otros. No hay más que ser un mediano observador de nuestra realidad política para concluir que no remamos todos en la misma dirección, que la insolidaridad entre regiones es patente. Y luego lo de Cataluña: no sé si celebrarán ese referéndum. Ojalá no. Pero pase lo que pase el día uno de octubre las relaciones están rotas. Seguiremos sin hablarnos mucho tiempo hasta que consigamos, entre todos, buscar una solución dialogada, porque el diálogo, el parlamento, el parlamentarismo, están ahí para que nos entiendan y para que nos entendamos.
Echa uno de menos una patria unida, con la gente orgullosa de su Estado y orgullosa también de sus peculiaridades culturales, históricas, lingüísticas, sin desmanes separatistas, sin corrupción. Y quizás por eso me ha entusiasmado tanto este libro de Zweig, porque contando sus desgracias nos da argumentos, a los que creemos en la concordia, para seguir alimentándola como a una flor débil.
España no está rota pero no podemos conformarnos con eso: tenemos que ofrecerle a los españoles futuros un país bien avenido, empeñado en proyectos comunes. Mantener la unidad nacional es un loable propósito. Pero, repito, no lo es todo. Lo ideal, y por eso tenemos que trabajar, día a día, es que además de unidos estemos contentos. Contentos de estar juntos.