Una nube de luces, sombras y albero parece envolverlo todo, mientras un rumor cada vez más lejano nos despide del parque. Todo parece ahora desacompasado, como desbaratado. Casi nada es ya lo que parece. Una ambulancia va y viene, un trabajador retira macetas de plástico, cuatro músicos trasladan sus bártulos de un sitio a otro en un par de carritos. La señora del puesto de turrón sigue viendo la tele, como ajena al mundo exterior. Un puñado de taxistas espera, y un autobús echa el freno para no dejar en tierra a dos señoras vestidas de gitana.
Ha empezado la madrugada del viernes. El parque de La Rosaleda bulle en su fiesta paralela de alcohol barato y desenfreno; menú de bolsas de hielo y cajas de cartón. En él conviven todas las tribus posibles. Hay jóvenes de todos los puntos de la provincia. Muchos de ellos no han pisado siquiera el albero del Real, ni tienen intención de hacerlo. Bajo la arboleda apenas cesa la fiesta, ni de noche ni de día. Una hilera de casetas y un cerramiento de hierro forjado separa este macrobotellón diurno y nocturno de la Feria y de la avenida que abre la puerta del González Hontoria.
Atrás había quedado un jueves caluroso que marcó una vez más el definitivo punto de inflexión de la semana. El jueves coinciden sobre el albero aquellos que empiezan a despedirse de la Feria con quienes arañaron un día a su calendario laboral en el exilio para disfrutar de un fin de semana en casa: billetes de ida y vuelta al Real; zapatos sucios y limpios; voces rotas y limpias.
El caballo empieza a adquirir protagonismo de verdad en esta jornada de jueves, en un paseo que aunque más animado que en las jornadas anteriores jamás podrá hacer olvidar a aquél que se decía tenía las dimensiones justas y que la Feria de Jerez perdió para siempre cuando duplicó su superficie, hace ya más de una década. El Real ganó metros cuadrados y empezó entonces a bajar el listón de la autoexigencia. Hay caballos y hay enganches sí, pero de toda clase y condición. Se ganaron metros y se perdió quizá casi todo lo demás.
El sol en todo lo alto, calor de abajo a arriba. Brilla el albero entre el adoquín. Son las tres, las cuatro, las cinco..., la Feria alcanza su apogeo. Es la hora del todo vale, del “un día es un día” y esas cosas que se suelen decir cuando empiezan a confundirse la verdad y la mentira, la realidad y la mera ilusión. Ese momento en el que empiezan a surgir amigos y conocidos por todas partes, cuando las lenguas empiezan a soltar todo lo que llevan dentro. La Feria se encuentra ya en el punto de inhibición, quizá también de ebullición. Todo vale, cualquier cosa se permite.
Se abrazan y besan quienes nunca antes se saludaron, se hilvanan conversaciones absurdas que sucumben casi siempre a la batalla de los decibelios que parecen librar anualmente los caseteros. No sabes a quién colocarle el globo que alguien te acaba de ofrecer, ni qué hacer con los claveles, ni en qué bolsillo meter esa especie de moco de colores que se aplasta en cuanto se estampa contra un cuerpo sólido...
¿Quién decide qué baratijas van a petar cada año en la Feria? ¿Quién? ¿Quién se parte los sesos en su casa para decidir si esta vez toca piruleta voladora, collar luminoso multicolor o blandiblú? ¿Quién? Pues ahí tiene tela de trabajo el CIS, y no en las encuestas electorales y en saber qué asuntos preocupan a los españoles, más que nada porque cada cual sabe lo que le preocupa sin necesidad de que se lo recuerden cada tres meses.
A esa hora a la que se abre el portón de los sustos en el coso de la calle Circo -donde cualquier tiempo pasado casi siempre fue mejor-, sobre el albero del González Hontoria coinciden las chaquetas de botones dorados -que todavía existen- con los jeans destrozados con todo el esmero del mundo; las camisas de seda con las camisetas de tirantas.
Siete de la tarde. Se marchan con diligencia enganches y caballistas, como en el cuento de Cenicienta. Los paseos quedan ya huérfanos de la presencia ecuestre que les da nombre. Apenas el tiempo justo de que un par de camiones de riego aplaquen de nuevo el albero y ya están allí los mimos dispuestos a engatusar a aquellos que llegan y a quienes apenas se tienen en pie. En apenas una hora la Feria ha mutado casi por completo.
Se enciende el millón y pico de bombillas que semanas atrás colocaron los operarios de Ximénez, bastante antes de que caiga el sol. Sólo el domingo del alumbrado la Feria pasó de la noche al día en un instante fugaz. El resto de la semana, la luna ha llegado al parque González Hontoria después de que lo hiciera la luz.
Gira y gira la noria de una fiesta a la que cada cual pone principio y final a su antojo. Gira y gira para terminar siempre en el lugar de partida. Las terrazas en las que poco antes se acumulaban jarras y platos vacíos aparecen ahora despejadas. Mesas limpias que esperan a nuevos dueños y tablaos despejados que preludian nuevos cantares y bailes.
Una nube de luces, sombras y albero parece envolverlo todo, mientras un rumor cada vez más lejano nos despide del parque. Todo parece ahora desacompasado, como desbaratado. Casi nada es ya lo que parece. Una ambulancia va y viene...
La Feria es una noria que gira y gira sin parar y que casi siempre nos devuelve a nuestro punto de partida, y esta Feria de 2015 ha coronado ya el puerto de montaña de un jueves que inició el definitivo descenso hacia la nada.