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Miércoles 03/07/2024  

Jerez

Me dicen digo

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Me dicen que mis textos son demasiado tristes, que propenden hacia la profundidad. Me dicen que soy raro, y que mi alma es una jungla. Me dicen que soy inteligente, que soy sensible, y en ocasiones frío como la desnudez en el invierno, o la hoja de un puñal. ¿Cómo explicar a los que tanto dicen que sería mejor decir algo de las verdades propias, íntimas, si es que quieren y saben aproximarse al desván en que se hayan sepultadas, en lugar de tratar de descifrar el enigma ajeno? Pero he aprendido a escuchar las críticas, porque escucharlas no significa necesariamente asumirlas, sino comprenderlas. Y comprender a su dueño. Y he aprendido que la madurez rara vez viene ataviada con medias de seda.

He aprendido que la libertad es un derecho que la existencia nos obliga a conquistar y que aún no se ha alcanzado, porque no es libertad únicamente la palabra que ensalzan los textos jurídicos modernos. No soy libre para esconder la mirada y la reflexión a la locura en que está sumida la especie humana desde siempre.
Expliquemos las rarezas. Por ejemplo, me inclino hacia Marx en la interpretación del devenir histórico: el hombre hace su propia historia y, a su vez, la historia creada (la cultura) hace al hombre. Y en esta dura tarea, siempre inacabada, las necesidades económicas (esto es, nuestra relación con las cosas que precisamos para subsistir) y el medio de satisfacerlas (esto es, producción adecuada, no alineante y distribuida con equidad) constituyen factores decisivos que moldean nuestras conciencias, nuestra conducta y nuestro sustrato inconsciente.

Y completo mi visión -la visión de mi propia individualidad- invocando a Eric Fromm: el ser humano, que es la única criatura capaz de adquirir conocimiento del tiempo efímero que le ha sido asignado y angustiarse por ello, no puede hacer más que el intento de unirse a la naturaleza de la cual se escindió mediante el proceso de creación, una labor que se prolonga durante la vida entera y que ante todo exige amor por todo lo viviente.
Y remato los pilares de mi pensamiento con la guinda amarga de Alice Miller: no hay amor por lo viviente mientras la cultura creada permanezca ciega al hecho de que el desprecio ejercido contra el más débil (empezando por los niños) es la defensa del adulto que creció torcido ante los propios sentimientos reprimidos de impotencia y debilidad. Pero es Sartre quien trocea el pastel: un hombre es lo que hace con lo que hicieron de él. 
Lo admito: he leído libros ‘anormales’, difíciles de asimilar, y algún trozo del papel impreso se quedó impregnado a mi piel. Lo admito: es posible que piense más de lo debido sin llegar a ninguna parte.

Lo admito: tengo una gata de seis meses que me ha destrozado un albornoz nuevo porque la dejo trepar por la blanda tela de rizo americano, hasta alcanzar mi hombro, donde reposa y curiosea desde las alturas mientras deambulo por la casa. Lo admito, a veces dudo: ¿es una gata o un lorito? ¿Es ella el animal extraño o lo soy yo?     

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