Todos tenemos un pasado. Yo, también. Fui abonado de Movistar Plus hace una década. Ignoro si aún existe esta marca comercial y, si existe, qué servicios ofrece. Yo fui abonado de Movistar Plus porque me abandonaba cada domingo delante del televisor para seguir la jornada futbolística. Como poco, me tragaba un par de partidos. Aquello pasó. D, primero, y luego C, me salvaron. Prefería pasar la tarde con plastilina a seguir las evoluciones de un Osasuna-Las Palmas. Lógico, por otra parte.
Hoy, no cambiaría el disfrute de una noche de teatro o una peli en blanco y negro con B por una final de Champions ni aunque me pagaran por ello lo que se está dispuesto a pagar por Mbappé.
El fútbol es, sin lugar a dudas, una de las mayores decepciones de mi vida. De pequeño, en casa, no se compraba la prensa. Y solo, una vez que decidí como adolescente, que quería dedicarme al periodismo, pude disponer de algunas pesetas para tener el Marca. Como Rajoy, fue lo único que leí durante algunos años, antes de acabar definitivamente seducido por la política y la actualidad en general en el instituto.
Para entonces, había perdido la ilusión, pero me lo negaba. Aún el fútbol conservaba cierta esencia. Mediados de los noventa. Sí, conservaba cierta inocencia, pero ya conocía la verdad. Como aspirante a pequeño burgués, me engañé durante los años siguientes, e hice todo lo posible para mantenerme al día. Me aferré al verbo vigoroso y efectista de algún cronista, Hugues, en ABC, por ejemplo, que revestía el negocio de tintes épicos y anteponía la estética a la ética (lo he hecho con los toros, siguiendo a Zabala de la Serna para negarme que, aun dando por bueno que es cultura, no deja de ser tortura animal).
Pero en la vida de todo hombre y mujer llega el momento en que, frente al espejo, ha de reconocerse y decidir entre seguir con la ficción o asumir la verdad. Lo hice. Y me liberé. El fútbol hoy es un negocio turbio, salpicado de escándalos en todas las instancias administrativas, desde la UEFA a la Federación Española. Comisiones, mordidas, amaños.
Además, ha generado una actividad paralela vinculada al juego con unos efectos devastadores.
Los nobles valores del deporte rey están adulterados. El capital lo ha podrido irremediablemente, hasta el punto de que el capital invierte ahora en el fútbol femenino no con el objetivo de ponderar a la mujer, sino de multiplicar ingresos.
No hay causa justa que se pague con dinero porque quienes impulsan precisamente esa inversión son los que luego dan picos no consentidos si se gana un trofeo o le arrabatan la camiseta a una jugadora, campeona de Europa, para posar ante las cámaras.
Reconozco que el balón tiene un efecto hipnotizante. Hace unos días, me sorprendí atrapado por los lances de cada equipo formado por unos chavales del barrio en la pista de al lado de casa, mientras paseaba. Pero se rompió el encanto cuando reparé en sus camisetas, con los colores de empresas y los nombres de sus hombres-reclamo que simulan sobre el césped una batalla helénica no por la gloria deportiva, sino por la pasta que hay en juego. Y nada más.