Siempre le tuve miedo al cáncer. Es una enfermedad invisible que aparece cuando menos te lo esperas y va destrozando lo que más quieres hasta terminar apagándolo por completo. Decía Gabriel García Márquez aquello de que el periodismo es “el mejor oficio del mundo”. Desde niño siempre supe que querría dedicarme a lo que hoy disfruto cada día. Yo nunca jugué al fútbol, pero sí aprendí a usar una grabadora.
Hace meses que empecé a detestar una frase: “lo he visto en TikTok”. La progresiva desaparición del papel y la transformación del modo en el que consumimos información nos ha llevado a dar valor a todo lo que se encuentra detrás de una pantalla. En las redes sociales la desinformación campa libremente a sus anchas, pero si hay un fenómeno que verdaderamente me preocupa es el de los matones a sueldo que se disfrazan de periodistas y que se otorgan a sí mismos el control de la verdad. Sicarios juntaletras que se escudan detrás de miles de seguidores para organizar cacerías de desprestigio y señalar públicamente a todo aquel que piensa distinto a él.
Todo buen mercenario digital que se precie debe autodenominarse “independiente” en su biografía de Twitter. Es muy fácil identificarlos. Niegan la existencia de la violencia machista, el cambio climático, los derechos LGTBI, el aborto y comparten la defensa sin escrúpulos de postulados más propios del siglo pasado que del presente. Algunos de ellos acuden a las tertulias y controlan determinados cárteles a los que llaman medios de comunicación y en los que practican a diario sus ajustes de cuentas. Los más aventajados incluso tienen acceso privilegiado a algunas de las zonas reservadas para periodistas en las instituciones, donde se les ha visto persiguiendo a representantes públicos con una prueba antidrogas en la mano o vistiendo la camiseta favorita de su equipo.
La ultraderecha rancia mediática es la intolerante, sin principios y feudal. La que actúa bajo la supervisión del ordeno y mando. La que te cuenta varias veces la misma mentira hasta convertirla en su propia verdad. Es la que se gana la vida con el acoso y derribo, la que no atiende a ningún código y dispara balas con un tuit. Es la que acepta que un tipo pueda ponerse cada mañana delante de un micrófono para mandar “a fregar” a una diputada. O la que se permite frivolizar con el suicidio para refutar sus argumentos: “Si no queréis vivir, al viaducto. Te vas al puente, lo saltas, te tiras y el huevo frito está hecho. ¿No queréis respetar a vuestras bases? Pues suicidaos, iros a un barranco”, decía uno de ellos recientemente en su exabrupto mañanero.
En el periodismo no hay espacio para talibanes. Nunca vi cruzar tantas líneas rojas. Esta semana me tocó a mí. Fui uno de sus objetivos, me pusieron en su diana como a tantos otros. Corren tiempos difíciles para opinar sin que te pongan en la picota y sin que te conviertan en un trozo de carne que tirar a los lobos. La libertad es innegociable.